Nos sentamos en la misma fila una mujer resultona, muy arreglada, un niño de unos cinco o seis años –estaba claro que era su hijo- con una jaulita color rosa en la que se acurrucaba una gatita (es fácil saberlo; si tiene tres colores, es hembra) y yo.
Un trayecto Málaga – Barcelona en la compañía de las nubecitas, para mí rutinario; más o menos una hora y media de vuelo.
Para distraerme, presté una ligera atención a mis acompañantes. Contemplé la jaulita de la gata pensando que, entre otras muchas clasificaciones posibles, yo divido a las personas en dos grandes grupos: aquellas a las que les gustan los gatos y aquellas a las que no. Yo pertenezco al primer grupo. Antes de despegar comprendí que la muy pintada mamá del niño pertenecía al segundo.
La gatita, que no tendría más de dos o tres meses, aún cachorrillo, empezó a removerse en su jaula, inquieta. Maullaba bajito, más que un maullido, un lamento que apuntaba entre el ruido de los motores del Airbus. El niño abrazaba la jaulita con expresión preocupada mientras la madre le dirigía miradas displicentes, esa clase de miradas que significan “¡lo que hay que aguantar!”
Le dije al niño: “Parece asustada, ¿verdad?... ¡pobrecita!
Y el niño me preguntó: “¿A usted le gustan los gatos?”
“Sí, mucho –le respondí-, yo tengo uno, bueno, una gata, muy buena y muy bonita… pero ya es mayor… no como la tuya”
Con gesto adusto, la mamá nos hizo movernos y dejarle paso para ir al lavabo. La gatita, zarandeada inevitablemente lanzó sus maullidos más lastimeros. Creo que por eso, conmovido, el niño aprovechó la ausencia de la madre y abrió la jaula para acariciar al animalito. “A ver si se le pasa el miedo” –dijo. No tuve tiempo de decirle que no lo hiciera. La gatita escapó de las manos del niño, saltó sobre mis piernas y antes de que pudiéramos recuperarnos de la sorpresa ya corría veloz por el pasillo del avión.
La mujer, que justamente regresaba del lavabo, tropezó con la gatita y fue a parar a las faldas de una señora que leía el diario, dando un alarido.
Zafarrancho. Las azafatas iniciaron la caza del diminuto felino, pero la gatita se movía por el bosque de piernas y bolsos y mochilas y paquetes entre los asientos… imposible. Un buen alboroto, una diversión inesperada para buena parte de los pasajeros: intentar cazar un gato en la cabina de un avión en pleno vuelo. Fracaso total. Y pronto hubo que ponerse los cinturones y ser buenos, porque ya bajábamos. La gatita era el pasajero misterioso, oculto. Entretanto la madre –ayudada por una de las azafatas- echaba una bronca terrible al niño, que estaba a punto de llorar. Yo le hubiera dado un par de besos, pobrecito.
Cuando aterrizamos, una severa guardia de seguridad de azafatas al mando del copiloto formó en la puerta para impedir que el gato se escapara por el pasillo del finger. Fascinante. Desembarcamos todos comentando el suceso y madre e hijo –con la jaulita rosa abierta, vacía- se quedaron a bordo para dar, ya con el avión vacío, la gran, definitiva, batida y rescatar a la gatita.
sábado, 13 de febrero de 2010
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