En la cola del finger había muchos que supuse eran japoneses, un grupo, muy mayores, como veteranos de guerra, el puente del río Kwai, todo eso. No me importó el ñiqui-ñiqui de las voces. Los japoneses me caen bien. Practico Zen y me gusta el sushi.
En cuanto llegué a mi asiento cerré los ojos, decidido a no abrirlos hasta que aterrizáramos en Heathrow.
Lo de siempre. Bla, bla, bla; el comandante no sé qué, de Alemania; el copiloto Niqui-ñiqui, de Japón -¡atiza, otro japonés, y en la cabina del avión!-; el sobrecargo, bla, bla, bla; menos mal que había dos azafatas de Sevilla y olé; las máscaras de oxígeno… Pensé que con tantos japoneses a bordo, el vuelo se podría convertir en un cuento de Murakami. Y me dormí.
De repente una voz estridente habló en ñiqui-ñiqui por la megafonía y todos los japoneses se levantaron de sus asientos pronunciando palabras incomprensibles pero yo supe que eran loas al Emperador, cantos de guerra. Sus ropas habían cambiado y ahora vestían viejos trajes de vuelo; en sus frentes marchitas, sobre las calvas, las gafas de pilotar, al cuello, el pañuelo blanco y rojo, la bandera del imperio del sol naciente. Apuraron unos vasitos de sake y gritaron al unísono “¡banzai!” mientras el avión iniciaba un picado fatal.
Me desperté angustiado y sudoroso. A mi lado, uno de los japoneses me preguntó educadamente, en buen español, si me encontraba bien. Entretanto el copiloto seguía con su ñiqui-ñiqui por la megafonía, y todos los japos sonreían.
-¿Sabe usted? –tradujo mi vecino de asiento, sonriendo-, es el copiloto que nos da la bienvenida a bordo y nos pide calma frente a estas turbulencias… es muy amable… nos ha contado que su padre también fue piloto, y su abuelo, un héroe, kamikaze en Iwo Jima.
Desde ese día sospecho que tuve una vida que perdí hace mucho tiempo en las aguas del Pacífico. ¡Banzai!
En cuanto llegué a mi asiento cerré los ojos, decidido a no abrirlos hasta que aterrizáramos en Heathrow.
Lo de siempre. Bla, bla, bla; el comandante no sé qué, de Alemania; el copiloto Niqui-ñiqui, de Japón -¡atiza, otro japonés, y en la cabina del avión!-; el sobrecargo, bla, bla, bla; menos mal que había dos azafatas de Sevilla y olé; las máscaras de oxígeno… Pensé que con tantos japoneses a bordo, el vuelo se podría convertir en un cuento de Murakami. Y me dormí.
De repente una voz estridente habló en ñiqui-ñiqui por la megafonía y todos los japoneses se levantaron de sus asientos pronunciando palabras incomprensibles pero yo supe que eran loas al Emperador, cantos de guerra. Sus ropas habían cambiado y ahora vestían viejos trajes de vuelo; en sus frentes marchitas, sobre las calvas, las gafas de pilotar, al cuello, el pañuelo blanco y rojo, la bandera del imperio del sol naciente. Apuraron unos vasitos de sake y gritaron al unísono “¡banzai!” mientras el avión iniciaba un picado fatal.
Me desperté angustiado y sudoroso. A mi lado, uno de los japoneses me preguntó educadamente, en buen español, si me encontraba bien. Entretanto el copiloto seguía con su ñiqui-ñiqui por la megafonía, y todos los japos sonreían.
-¿Sabe usted? –tradujo mi vecino de asiento, sonriendo-, es el copiloto que nos da la bienvenida a bordo y nos pide calma frente a estas turbulencias… es muy amable… nos ha contado que su padre también fue piloto, y su abuelo, un héroe, kamikaze en Iwo Jima.
Desde ese día sospecho que tuve una vida que perdí hace mucho tiempo en las aguas del Pacífico. ¡Banzai!
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