Bueno, no era un pollo. Era un tipo disfrazado de pollo.
Avanzaba ufano por el pasillo del vagón, escoltado por un grupo de mozos alborotados y rientes. Un gorro rojo, con una cresta enorme. Una camiseta blanca con unas alas de tela. Algo parecido a una falda, extravagante, corta, también roja. Leotardos amarillos. Unos inverosímiles zapatos, imitación de las patas de un pollo.
Cara de zoquete, de pollo.
Risas, medias frases. Acentos de Aragón.
¡Claro… el tren acababa de salir de la estación de Zaragoza!
Todos en el vagón mirábamos la extraña y jocosa procesión que iba camino de la cafetería.
Pero no era Carnaval
Fui a la cafetería: El pollo cacareaba jaleado por sus amigos entre las sonrisas y la estupefacción de quienes llevábamos nuestros disfraces de cada día.
-Es una despedida de soltero –me dijo el jefe de tren-, estos jóvenes… no saben qué inventar… bueno, mientras no molesten a los viajeros…
Regresé a mi asiento. De vez en cuando, el pollo y algunos de sus cuidadores atravesaban el pasillo, cada vez con más torpeza.
Cuando llegamos a Madrid, el pollo estaba evidentemente borracho, como sus acompañantes, y había perdido las alas. Los mozos lo llevaban casi en volandas por el andén, entre chirigotas, hacia la salida.
El tropel pasó junto a mí. El pollo murmuraba y gimoteaba, sudoroso.
-¡No me quiero casar! –decía.
-¡Cásate, que mojarás, pollo! –le respondió uno de ellos. Y todos reían.
sábado, 19 de diciembre de 2009
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